Noctámbula

Bajo la discreta luz de la pista de baile, Eliza era una más de las tantas chicas vestidas de negro que se movían desarmadamente cuando sonaba una canción de The Cure. Pero ella, la niña de 20 años, estudiante de filosofía, desencantada del mundo por vocación, tomaba la noche como una religión. Un credo sangriento dotado de belleza. Un sentimiento de cofradía que no hallaba en otra parte.
A Eliza le gustaban las cruces y las rosas negras. Con ellas envolvía su cuello para el rito sensual que repetía todos los fines de semana. De lunes a viernes iba a la universidad. Rara vez entraba a clases. Prefería deambular como ánima por los pasillos o tenderse en el pasto para contemplar el cielo e imaginar cómo las aves permanecían suspendidas en el aire o por qué la luz del sol desaparecía después de las siete.
Para Eliza las cosas verdaderamente interesantes sucedían en la oscuridad. Se hacía el amor sin luz, se soñaba con ojos cerrados. Hasta los delincuentes se valían de su ausencia para cometer sus atracos. Ella y sus amigos compartían su afición por la noche. Si no había luz tampoco había miradas prejuiciosas ni cuchicheos por sus ojos maquillados y esas gotitas de sangre dibujadas con delineador.
El sábado era su día. Eliza dormía toda la tarde y cerca de las ocho comenzaba a prepararse para el encuentro. Tomaba una ducha de varios minutos, ponía lociones sobre su piel y se preocupaba de su traje almidonado. Primero cubría sus senos con un corpiño de encaje negro, luego el calzón, las medias de red y las botas puntiagudas de charol. Mientras veía su rostro en el espejo, aplicaba pálidos polvos sobre sus mejillas y hombros.
Pero nada podía disimular esa extraña mancha bajo su axila. Su piel en esa zona siempre lucía violeta, como amoratada. Casi a punto de sangrar si le pinchaban un alfiler como a las princesas de los relatos de hadas. A Eliza le gustaba la sangre.

Con varias cervezas en el cuerpo nadie prestaba atención a Eliza y sus amigos. Ella se dejaba seducir por la música, aunque la cadencia de su cuerpo más bien parecía seguir un llamado interior que los sonidos que todos oían.
Sus ojos ocupaban casi todo su rostro. Eran como esas inmensas lámparas de las animaciones japonesas. Un intenso rojo coloreaba la parte superior y una línea negra marcaba el fin de las pestañas. Eliza parecía ignorarlo, pero un corte como hecho con una fina hoja de afeitar asomaba bajo una de sus axilas. La sangre brotaba espesa y colorada. Ensuciaba el escote de su vestido y formaba surcos que caían sobre la curva de su seno.
Pudo ser el tropiezo con una botella o una herida antigua que abrió sin pedir permisos. Pero… era la hembra del sacrificio. Los hombres vestidos de luto sorbían las gotas con placer sexual. Parecían drogados por el líquido viscoso derramado filantrópicamente por Eliza. Ella sentía cada una de las fibras de su cuerpo mientras los varones lamían su herida. Permanecía con los párpados cerrados y dejaba con abnegación que nadie quedara sin su cuota vital.
De pronto, Eliza y su grupo formaron un círculo. Una danza tribal se apoderó de los miembros del culto. La música era un eco atrapado en otro tiempo y espacio. Los cuerpos se arremolinaban contra la esmirriada Eliza. La oscuridad se volvía más oscura y la joven perdía el control de sus pies…

Eliza despertó enredada en las sábanas blancas de un hospital. Miró bajo su camisa y sólo tenía una llaga. La de siempre. Violácea, transparente. Vio más abajo y en su brazo izquierdo, una marca feroz osó estigmatizar la inmaculada piel. En apariencia, una dentellada quiso ir más allá y le provocó una fatiga que la mandó directo al sanatorio.
– ¿Y qué viene ahora Eliza?, interpelaba su madre. ¿Es que no basta con los festines de todas las semanas, esa maldita ropa negra, no saber jamás dónde estás y con quién estás?
Desde su cama, Eliza escuchaba quieta. No distinguía la razón de su nocturno hábito. Quizá la búsqueda de sensaciones extremas y agradables. ¿De alcanzar el éxtasis que nunca consiguió sobre el cuerpo de un hombre? No tenía la respuesta y quedaban cinco días para el sábado. A lo mejor esa noche lo sabría.

Deja un comentario